Había vuelto a pasar. Otra víctima inocente. Todo el suelo estaba cubierto de sangre. La bestia arrancaba su carne y la devoraba. Esta vez un chico joven. Para cuando se había percatado de su presencia, ya era tarde. Ni siquiera pudo gritar ni pedir ayuda. Ahora yacía muerto.
El brillo plateado de la luna llena bañaba a la bestia. Peluda, fuerte, salvaje, hambrienta. Garras y dientes afilados como cuchillas. Ojos de ámbar. De nombre temido. La pesadilla de todo hombre, mujer, anciano y niño.
Luces a lo lejos. Un grito. La bestia había sido descubierta. Los aldeanos armados con antorchas, horcas y cuchillos. Reclamaban venganza, justicia y su cabeza. Cuando llegaron, la bestia ya había huido. Encontraron el cuerpo. Llanto de una madre destrozada. Lágrimas de un padre desconsolado. Y, decididos, se internaron en el bosque.
La bestia corría, corría. Pero los aldeanos no iban a rendirse. Dominados por la ira la perseguían. Las piedras volaban, pero la bestia las esquivaba. Se movía con rapidez y elegancia, confundiéndose en la oscuridad de la noche. Se escondió entre la maleza. Los observaba. Sigilosa, atenta, preparada.
Los aldeanos formaron un círculo.
Esperando.
Silencio absoluto, roto por el aullido del viento.
Dio un paso atrás.
Y se oyó el crujido de una rama. Un breve descuido.
—¡Ahí está! —gritó uno.
—¡A por la bestia! —gritó otro.
La bestia siguió huyendo. Los aldeanos corrieron. Pasaron las horas. Y salió la luz del alba. Rendidos se marcharon a casa, maldiciendo a la bestia que se había llevado otra vida. Pero la bestia siguió corriendo. Llegó a un acantilado y contempló el amanecer de un nuevo día. Entonces empezó a cambiar. Cambiando su pelaje por una tersa piel. Desaparecieron las garras y sus patas fueron sustituidas por manos. Y su cuerpo, poco a poco, volvió a ser como antes. Tomando la figura de una bella mujer. Completamente desnuda y de mirada triste.
Entonces rompió a llorar. Ya no sabía qué hacer. Había intentado controlarse, pero era inútil. La bestia era mucho más fuerte que ella. Pero hubiese dado todo por haber evitado que ocurriera. Había matado, otra vez.
Ahora él estaba muerto. Su vecino, su amigo, su enamorado. Y se preguntó por qué de todas las personas de su aldea había tenido que ser él. Sentía un gran dolor en el pecho. Jamás se lo perdonaría. Maldijo a la maldita bestia que habitaba en su interior y a ella misma por haber permitido que lo hiciera.
Miró hacia abajo. Las olas rompían entre las rocas con fuerza. El viento soplaba. Y las luces del sol acariciaban su rostro. Supo que tenía que hacerlo. No había otro remedio. Inspiró profundamente y se acercó al barranco. Abrió los brazos en forma de cruz. Y se dejó caer. Murió. Llevándose consigo a la bestia.
Buen relato corto... Al principio parecía estar leyendo a Luna, la no sé qué de Calenda, pero el final ha dado un buen giro. Ánimo!
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado.^^
EliminarUn beso